Fragmentar para jugar a las perspectivas, para crear una estética literaria de la posmodernidad, reconfigurar el tema, partir el cronotopo en mil, para ordenar nuestro desorden de personalidad. En el fondo se trata de esa máxima para cualquier artista: conocerse a uno mismo: recorrerse de polo a polo: rastrear las voces que nos componen, los otros que nos habitan; dejarnos gritarle al entusiasta, hacer una travesura con el rencoroso, escuchar el monólogo de nuestro tímido, invitarle un café a nuestro miedoso, beber de la misma taza; siempre huyendo, por supuesto, de lo ordinario, por más nuestro que sea. Fragmentar porque el universo del lenguaje es infinito y en expansión. Sí, hay que conocer nuestro centro para poder perderlo.
La fragmentación de las narrativas es el espíritu de nuestros tiempos ansiando emerger, una consecuencia de la modernidad en varios sentidos que van desde lo sociopolítico hasta lo tecnológico. La teoría de la relatividad también tuvo sus ecos literarios, el tiempo y el espacio nunca fueron los mismos que ya eran. ¿El fin de la linealidad? Algo así. Paralelamente se nos vino encima la era de la información y con eso la especialización del conocimiento. Nuestra realidad estudiada por partes. ¿Cómo no aprovecharlo? ¿Y cómo no aprovechar la libertad de expresión? Se acabaron los malditos porque las prohibiciones se han reducido sobremanera, de tal forma que uno podría, por ejemplo, crear una novela desde la perspectiva de un dictador o un degenerado, sin que Stalin nos desaparezca por traición a la patria o la corte inglesa nos encarcele por faltas a la moral.